Cuando la conocí no quise saludarla. Me pareció una presencia demasiado potente para mi ideal de compañera. Los prejuicios funcionan, amigos, y lo de raza peligrosa tintineó en mi cabecita al mirar su enorme bocaza.
Pero al poco tiempo, le hice daño sin querer con la correa y lanzó un chillido arrodillándose y dejándome estupefacta ante sumisión tan absoluta.
De eso hace años, y desde entonces hemos sido dos todo el rato: la tarde en que mi madre se perdió y ella me tranquilizaba a lametazos, los paseos al amanecer, las noches en el campo. Convivir con esa perra ha sido una experiencia intensa que me ha enseñado a conocerme.
Ahora ya no está y a mí me sobra sitio.